25 de mayo de 2025
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Cuenta la historia que había un niño con muy mal carácter. Por cualquier motivo se irritaba, se enojaba, se ponía de mal humor y perdía la paciencia muy fácilmente. Su padre le dio una caja de clavos y le dijo que clavara uno en la cerca del jardín cada vez que perdiera la paciencia o se enojara por algún motivo.

El primer día clavó 37 clavos, pero durante las siguientes semanas, se esforzó por controlarse y día a día la cantidad de clavos que debía clavar, disminuyó. Había descubierto que era más fácil controlarse que clavar clavos.

Finalmente, llegó un día en el que ya no necesitó clavar más clavos y, satisfecho por la lección que le dio su padre, fue a decírselo. Su padre lo felicitó y le pidió que, a partir de ese momento, quitara un clavo por cada día que no perdiera la paciencia. Los días pasaron y finalmente el niño pudo decir a su padre que los había quitado todos.

El padre llevó al niño hasta la cerca y le dijo: –Hijo mío, te has comportado muy bien. Pero mira todos los agujeros que han quedado, está cerca ya nunca será como antes. Lo mismo ocurre con las personas, cuando discutes con alguien y le dices palabras ofensivas, le dejas una herida como ésta. Puedes clavar una navaja a un hombre y después retirarla, pero la herida quedará para siempre. No importa las veces que le pidas perdón, la herida permanecerá. Y agregó: –Una herida provocada por palabras hace tanto daño como una herida física.

No somos conscientes del poder que tienen las palabras, que son más poderosas que todo el armamento que existe en el mundo. Imagínate qué pasaría si usaras ese poder que tienes para animar, valorar y reconocer las virtudes de quienes te rodean. No se trata de reprimir ese poder, sino de usarlo de una manera que, en lugar de destruir, edifique; en lugar de condenar, consuele; en lugar de humillar, dignifique.

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